Parecía no haber lugar en el mundo para tanta santidad. ¿Habrá sido el cielo que lo quería retener un ratito más o la triste humanidad no entendiendo el plan?
Y, de forma paradójica (una de las primeras paradojas de muchas), en medio de puertas cerradas, Él estaba por llegar a abrir la más importante.
De pronto, en un establo frío, oscuro y casi olvidado, un llanto irrumpe en la noche. Es el llanto que trae el eco de una promesa escrita. Y, en ese momento, anuncia que está siendo cumplida. Frágil sonido que confirma el mensaje más poderoso para toda la humanidad: El redentor ya está acá. Emanuel. El verbo hecho carne, en forma de un bebé envuelto en telas.
La vulnerabilidad que esconde tanta fortaleza. Manos pequeñas, pero trayendo en ellas todo el poder de los cielos. Sin poder hablar, pero guardando palabras desde la eternidad. La suavidad y la delicadeza recorriendo el cuerpo que cargaría con tanta aspereza. Sus ojos brillantes, como si, en la creación, hubieran sido la inspiración del brillo con que pintaron las estrellas. Aroma a divinidad. No existió incienso que lo pudiera ocultar.
Un pesebre, el escenario donde sabios y pastores se reunieron para ser testigos de cómo ese lugar se transformó en el sitio más importante y luminoso del planeta. Ahí estaba, El Rey de Reyes siendo sostenido en brazos. ¿Quién iba a imaginar que pronto Él sostendría el mundo en los suyos?
Hoy, El Mesías, El Santo, El Digno, El Justo, El Hermoso Jesús sigue buscando espacios donde poder reposar su gloria. Sigue caminando entre nosotros, golpeando puertas. Él quiere entrar y, junto con Él, la invasión del cielo. Como ocurrió aquella noche. Un establo sin valor, transformándose en el hospedaje más valioso de la historia. Un rincón dispuesto, que hasta el día de hoy, susurra un recuerdo eterno: Ese mismo Rey, quiere nacer en nosotros como lo hizo en aquel lugar.