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Apenas había terminado de escribir mi reflexión sobre El poder del amor. Aún resonaba el eco de mi voz, invitando a bajar las armas y cortar la onda expansiva del egoísmo respondiendo con bien al mal. Me sentía emocionada ante la idea de muchos focos de amor comenzando a reproducirse como el fuego. Porque así salvó Dios al mundo, y esa es la única manera de salvar el nuestro. Así de simple, dije.

No había pasado un día desde que lo publiqué, cuando Dios la trajo a mi consultorio. Ella, con una hermosa sonrisa pintada sobre su corazón partido. Sus actos, durante varios años, habían hablado con más convicción aún que mis palabras. Recibió traición y ofreció perdón; ante más desprecio, siguió devolviendo amor. Cuando él aumentaba su egoísmo, ella lo superaba en actos de bondad. Peleó con convicción admirable cada batalla de la guerra usando las armas del cielo. Luchó ferozmente, de pie y de rodillas, hasta desangrarse… pero no ganó. El amor no venció al egoísmo, la onda expansiva nunca comenzó, y ella perdió: no solo su matrimonio, sino también su alegría, sus ganas de vivir y algo de su fe.

La miré deshacerse en llanto frente a mí, rendida… mi corazón lloró con ella, y me quedé con más preguntas que palabras. Nada es tan simple como a veces podemos hacerlo parecer.

Por eso reabro este tema, para sumergirnos aún más profundo. Esta vez seré menos ambiciosa: es mucho más complejo de lo que sonará. Las siguientes preguntas lo atestiguan:
¿Será que, si amamos lo suficiente, el amor siempre vencerá?
¿La fe en el poder de Dios implica nunca desistir?
¿Qué es el amor incondicional?
¿Cómo expresarlo?
¿Hasta cuándo?
¿A qué precio?
¿Renunciar a quien no me quiere amar es ser vencido por el mal?
¿Poner límites para protegerme es egoísmo?

El egoísmo y el amor: ¿reacción o elección?

El egoísmo, como autoprotección, es un recurso con el que nacimos. Desde el primer instante de vida, ante la primera sensación de carencia, se activará salvajemente para salvarnos a cualquier precio. En este mundo tan hostil, casi parece necesario. Este es el egoísmo como reacción: automático, natural, para protegernos del mal —real o imaginario— que nos amenaza. La Biblia lo llama naturaleza pecaminosa: no lo elegimos, no podemos librarnos de él por nuestros propios medios, y se activará constantemente frente al mal que ocurre a nuestro alrededor.

Por otro lado, el amor. También inevitable. La naturaleza espiritual coexiste con la terrenal y, afortunadamente, el amor se enciende de manera natural frente al amor desde que nacemos. No lo elegimos. Amamos a quienes nos aman. Jesús mismo dijo que incluso los incrédulos lo hacen. Esta es la marca de nuestro Creador, que mantiene viva nuestra esencia y preserva al mundo de la autodestrucción. Este es el amor como reacción.

Ante estos dos instintos, debemos reconocernos vulnerables. No hay mucho de qué avergonzarse ni de qué gloriarse.

Sin embargo, hay otra dimensión más sutil, ante la cual nuestro libre albedrío será llamado a expresarse en algún momento de la vida. Llegará un día en que descubriremos que podemos elegir resistir el impulso primario de amar u odiar y responder con su contrario. Podremos recibir mal y responder con amor. Podremos recibir amor y abusar de él egoístamente.

Un día, el amor y el egoísmo se convierten también en una elección, y la suma de nuestras decisiones en uno u otro sentido definirá nuestra identidad definitiva, el tipo de relaciones que tendremos y nuestro destino eterno.

Tiempo de sembrar, tiempo de cosechar

Nuestras decisiones nunca son completamente racionales: elegimos a partir de nuestras experiencias emocionales. Por eso es tan difícil que quienes recibieron poco amor sepan amar bien.

Las relaciones adultas sanas requieren que ambas partes sepan dar y recibir. Pero lo cierto es que este mundo está lleno de “niños emocionales y espirituales”: adultos que, debido a sus carencias primarias, necesitan recibir amor sano antes de poder entregarlo en igual medida. Nadie puede dar lo que no ha recibido.

Si solo el amor enciende el amor, habrá momentos en los vínculos en que quien tenga encendida su mecha deberá insistir y resistir, eligiendo no reaccionar al mal con mal y confiando en el poder expansivo del amor. Este es un don espiritual: solo cuando tenemos una Fuente de amor de la cual nutrirnos podemos amar bien a quien no es capaz de retribuir ese amor. El riesgo es sostener por siempre la asimetría y la dependencia. La única solución definitiva: que ese corazón herido aprenda a nutrirse del manantial de amor infinito antes de secar la fuente de quien decidió amarlo.

La gran pregunta es hasta cuándo alguien debería dar sin recibir, porque ninguna relación puede subsistir unilateralmente para siempre, ni siquiera la relación con Dios. Siempre llega un momento en que ya no hay nada más que dar. Cuando el amor incondicional “ha quedado claro”, la decisión de devolver amor se hace posible, y no participar de ese círculo de entrega mutua se convierte en elección. Esto sucede en las relaciones humanas y también en el plano espiritual. En algún momento, la puerta de la gracia debe cerrarse como un acto de respeto a la libertad, tanto del otro como de uno mismo.

Hay un tiempo para sembrar y otro para cosechar; ambas cosas deben suceder para que la vida siga su curso. Donde no hay vida, hay muerte.

Renunciar también es amar

No hablamos de amar u odiar, ni siquiera de dejar de amar, sino de ejercer un amor sabio. No hacerlo es peligroso, para uno mismo y para el otro.

Es peligroso para uno mismo porque, si no amamos al otro en equilibrio con el amor propio, en algún momento se encenderán nuestras alarmas emocionales y necesitaremos odiar o disociarnos para sobrevivir. Y eso siempre enferma la mente, el cuerpo y el alma.

Es peligroso para el otro porque nuestra permisividad le permite normalizar su egoísmo y endurecer su corazón. Sin amor no hay vida. No podemos venderle la mentira de que el individualismo funciona. No podemos ser cómplices de su autodestrucción.

Por eso estoy convencida de que amar sabiamente no es solo dar. Pedir amor, enseñarle al otro cómo expresarlo, mostrarle nuestras necesidades y las heridas que causan sus actos, confrontar con firmeza y respeto su egoísmo… todo eso es un gran acto de bondad, que a veces requiere más valentía y trabajo que simplemente ceder.

La Palabra de Dios enseña que “es más bienaventurado dar que recibir”. Si realmente lo creemos, ser siempre los únicos en dar, ¿no será también una forma de egoísmo? ¿No será que, disfrazado de abnegación, existe un ego que quiere ganar una batalla que no le corresponde, por miedo, culpa, codependencia u obstinación? Si de verdad amamos a alguien, no podemos permitirle que practique con nosotros aquello que tanto daño hace a su alma y a la nuestra.

Misterio de la iniquidad. Misterio de la salvación.

La Biblia deja claro que nuestra mente nunca logrará abarcarlo ni entenderlo plenamente; que el bien y el mal solo pueden comprenderse a través de la experiencia; y que llegará un momento en que el universo entero sabrá que el amor es la fuerza más poderosa del universo, y que vence, aunque eso no signifique que todos lo elijan.

Dios quiere perfeccionarnos en su amor, para que podamos vivirlo y reflejarlo de manera tan sabia que nuestro entorno tenga la posibilidad de entenderlo y, si lo desea —solo si lo desea—, elegirlo y multiplicarlo.

Creo que la forma en que Dios nos ama es la mejor escuela. Por eso, en lo personal, no puedo dejar de agradecerle:

  • Cuando me ama sin pedirme nada a cambio, porque entiende que aún no estoy en condiciones de retribuir.
  • Cuando me ama expresando claramente lo que su corazón espera de mí y dejándome ver el dolor que le causa mi desprecio.
  • Cuando me ama dejando que las consecuencias naturales pongan freno a mi autodestructivo egoísmo.
  • Y, aunque suene extraño, cuando me ama con tanto respeto que, si decido no responder con amor a su amor, con el corazón partido me deja partir.

Vuelvo a ella, la mujer que inspiró estas reflexiones. Ella creyó que había perdido, pero no. La mayor victoria del amor no es siempre ganarle al mal, sino no dejarse persuadir por él. Y ella ganó: no se dejó vencer, será capaz de seguir amando, y su amor será cada vez más maduro. En realidad, el que perdió fue él, porque tuvo la oportunidad de conocer el amor redentor de Jesús a través de ella y, al menos en esta batalla, perdió la salvación.

*La Lic. Noelia Marrero Noguera es parte del staff de PsySon. Si quiere reservar una consulta con ella, puede hacerlo ingresando a nuestro directorio profesional.

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