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“¿A terapia yo?”
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“Yo no necesito terapia”
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“¿Qué me van a decir?”
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“La terapia es para locos”
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“Si me distraigo, se me va a pasar”
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“Si oro más, me voy a sentir bien”
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“No creo en los psicólogos, solo creo en Dios”
¿Alguna vez escuchaste, pensaste o dijiste algo como esto?
Existen muchos prejuicios o dudas en torno a la idea de ir a una terapia psicológica y a las razones que justificarían o no dar ese paso.
Si lo analizamos objetivamente, es realmente extraño cómo nos relacionamos con la salud mental. Pasamos años de nuestra vida aprendiendo diferentes cosas, invirtiendo tiempo y energía en hacer cursos de esto o aquello, pero cuando se trata de nuestras emociones, podemos hacer eternos debates y juicios de si sería adecuado dedicarle tiempo o no, invertir dinero o no, y ni hablar del debate sobre necesitarlo o poder solos.
Curiosamente, no tenemos este planteo a la hora de ir al médico (salud física), o consultar con un pastor, sacerdote o guía espiritual (salud espiritual). ¿Por qué nos pasa con la salud mental? Tal vez porque crecimos escuchando que buscar ayuda era para locos, débiles o personas que estaban mal espiritualmente…sin dudas, tenemos mucho que aprender y desaprender sobre salud mental.
¿Para qué y cuándo ir a terapia? La psicoterapia es una herramienta para cualquier persona que quiera aprender, crecer, desbloquear, dejar de repetir hábitos que generan dolor, atravesar dolores, animarse a superar, poner límites, desarrollar dones, cambiar hábitos, ganar confianza, mejorar sus vínculos (incluso con Dios).
A continuación, compartimos algunas señales que pueden ayudarte a detectar que te haría bien iniciar terapia:
- Sientes que no eres el que eras.
- Te sientes desanimado frecuentemente.
- Sientes que tus emociones te manejan, te abruman.
- No sabes cómo afrontar situaciones concretas.
- Vives pensando en el pasado o en el futuro.
- Tienes pensamientos negativos constantes.
- Te cuesta dormir.
- Sientes ansiedad con frecuencia y ante situaciones donde no la sentías.
- No puedes dejar de hacer cosas que te hacen daño.
- Te cuesta ver cosas buenas en ti.
- No disfrutas estar solo/a contigo mismo/a.
- Sientes que nadie te entiende.
- Te cuesta gestionar la conducta de tus hijos.
- Tus relaciones personales no están bien.
- Crees que tu deber es salvar o arreglar a otros.
- No puedes superar una perdida.
- Sientes mucho enojo con tu entorno.