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Acercarnos a la problemática de la conducta suicida, agrega múltiples aspectos que deben ser considerados. No importando en qué momento de la crisis estemos cerca de quien padece o si nos toca acompañar a quien ha perdido a alguien por suicidio, tanto los familiares, los íntimos, los profesionales y la comunidad, se ven interpelados por preguntas, miedos y decisiones que nos siguen confrontando con la vulnerabilidad, con la vida y si, con la muerte. El suicidio, reflexionado como señal de época, nos revela: rupturas profundas en el diálogo, que aíslan a quien padece y atraviesa una crisis vital, un padecimiento mental o una dolencia social, que nos deberían llevar a la reflexión personal y sobre todo comunitaria sobre lo que entendemos y qué espacios estamos dando al padecimiento y a la fragilidad inherente a nuestra humanidad.

El abordaje de la conducta suicida, no está supeditado a los profesionales del bienestar mental. Sabemos que el 60% de las personas que se quitan la vida, estaban atravesando una psicopatología, pero, esta característica no es definitoria ni en su totalidad abarcante. Hay un contexto que, sostiene o aísla a un individuo que llegó al “límite de su afrontamiento”. Cuando pensamos en esto, aparece la palabra “tabú”: “de suicidio no se habla… porque… “y la frase la podemos completar con muchísimas respuestas, que hoy están catalogadas como mitos. Ante el padecimiento, el silenciamiento no colabora, sino que enquista y desespera.

Pensemos ahora en nuestras comunidades religiosas: ¿estamos charlando sobre el padecimiento? ¿podemos encontrar espacios dispuestos a escuchar? ¿se habla de suicidio en nuestras comunidades religiosas? ¿por qué si o por qué no? Las respuestas que podemos recibir, pueden tener un tono en común: hay miedo y juicio. Miedo, por lo que podemos escuchar de los que forman parte de nuestra Iglesia y que “comparten la fe”, comenzando así una reflexión sobre: fe y duda, fe y sufrimiento, creencia y dolor, cristianos y suicidio. Entonces, se abren puertas a la realidad: los cristianos también pueden pensar en quitarse la vida y seguir siendo cristianos. La condición de fe, la experiencia con la espiritualidad y la trascendencia, no bloquean el sufrimiento, no lo hacen desaparecer. Juicio, porque ¿qué pasa con mi fe si estoy con ideación suicida? Y (peor si soy yo el juez), ¿cómo es posible que el otro esté con ideas de morir si cree en los principios de fe?

El suicidio debe ser un tópico de conversación necesaria en los espacios cristianos. Bajo la experiencia de los mismos líderes religiosos, sus familias y equipos de labor, sabemos que existen dificultades que son sostenidos durante mucho tiempo y, que necesitan urgente atención. Cuando los creyentes creen que el suicidio es un acto inmoral en contra de Dios, cualquier padecimiento que lleve a la disposición suicida, carcome y destruye la fe. Por otro lado, concientizar sobre esta problemática coloca compasión y cuidado en un espacio donde las redes pueden ser más auténticas y profundas. La conducta suicida es un fenómeno altamente complejo que asocia riesgos que nos interpelan a una atención multifactorial, entonces, la espiritualidad y las creencias de quien padece y de su entorno más próximos, deben ser considerados como factores que contribuyen al sostenimiento o alivio de este riesgo. Aquí es donde líderes religiosos y profesionales deben trabajar en conjunto, logrando el “esperado” diálogo entre religión y psicología/psiquiatría, motivado por acompañar, de la mejor forma y con lo mejor que tenemos, a quien sufre. Quebrar el “silenciamiento”, es derribar un muro muy antiguo, que ha creado también prejuicios entre los profesionales de ambas áreas de conocimiento y, en este sentido, somos nosotros quienes debemos trabajar en nuestras propias creencias ante nuestros pacientes y feligreses, alterando un mito muy presente y dañino, durante mucho tiempo: “la espiritualidad no hace parte del bienestar”, que nos lleva a disociar la salud de quien tenemos al frente. Sobre esto, sabemos que las creencias religiosas de una persona, su devoción y práctica de las mismas, es un factor protector, pero también puede ser el detonante de riesgo en una crisis. Los investigadores encuentran que múltiples creencias religiosas pueden aislar a las personas, dejándolas lejos de aquellos que pueden ayudar pero que no  comparten el estilo de vida. Otras comunidades religiosas, tienen fuertes cuestionamientos respecto a formas de vivir, costumbres o condiciones de sus feligreses lo que, en momentos de susceptibilidad personal, pueden ser de daño, si son rechazados por la misma. Entonces, la religión puede ser causa de detrimento del bienestar mental de las personas cuando entra en conflicto con aspectos esenciales de su identidad.

¿Qué podemos hacer? Mucho. Concientizar es colocar el asunto del suicidio en nuestras conversaciones mas intimas y comunitarias. Esto significa traer el tema del sufrimiento psíquico a espacios en que se ha negado durante mucho tiempo. Encontrar propósito y refugio en la espiritualidad, puede sostener un momento de oscuridad personal. Por otro lado, aprender a ser cuidadosos en nuestras palabras y discursos comunitarios, respecto al padecimiento, al dolor, a la búsqueda de ayuda psicoterapéutica, etc. Si hay silenciamiento: coloquemos palabra; si hay juicio: coloquemos apertura; si hay cuestionamientos: coloquemos diálogo. O sea, hagamos práctica de las creencias que profesamos, coloquemos ternura en espacios religiosos áridos. Y, por último, reconozcamos la influencia: hagámonos cargo de aquellas directrices, decisiones comunitarias y aislamiento a personas que viven otras condiciones de vida y que ya padecen el rechazo de la sociedad, como para sostener agregado el de la comunidad religiosa a la cual pertenecen.

El suicidio es un escape irreal a un sufrimiento real. Seamos un nido acogedor de cuidado y compañía, no la gota que rebalse el vaso.

 

Lic. Juan Pablo Lienlaf
Psicólogo, Docente de Lengua y Literatura, Licenciado en Cs de la Educación, Esp. Clínica del Suicidio

Bibliografía: Khosa-Nkatini, H.P. & Buqa, W., 2021, ‘Suicide as a sin and mental illness: A dialogue between Christianity and psychology’, Verbum et Ecclesia 42(1), a2318.
https://doi.org/10.4102/ ve.v42i1.2318

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