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Autor: Néstor Bruno es pastor y psicólogo director internacional de www.psicologoscristianos.com

Desde mi consultorio puedo ver las copas de los árboles que justo terminan cerca de mi ventana.  Desde el sexto piso, el atardecer pinta un cielo con reflejos dorados, anaranjados y rosáceos, una paleta de colores por demás relajante.  El espectáculo me tiene absorto hasta el momento en que el timbre suena devolviéndome a la rutina del día, para lo que me dirijo a abrir la puerta y atender a mi último paciente.  Del otro lado de la puerta está Laura y la invitó a pasar.  Pocos minutos después del comienzo de la sesión, me mira a los ojos y me pregunta con sinceridad: “Este trastorno de ansiedad… yo siempre pensé que tenía que ver con mi falta de fe en Dios…”, una aseveración a modo de pregunta en un tono entre triste y frustrado.

Hace 18 años que trabajo viendo pacientes todos los días.  En su mayoría creyentes cristianos, y durante todo este tiempo he encontrado lo que denomino: “la culpa del cristiano por tener problemas humanos”. “¿Será que mi problema emocional se debe a mi falta de fe?  ¿Será que se debe al mal momento espiritual que estoy viviendo?” “¿Será que ir al psicólogo y más aún al psiquiatra es de malos cristianos?”  “¿No debería Jesús ser suficiente para todos mis problemas cómo escuché en el último sermón?”  “¿No es la palabra de Dios el mejor terapeuta, y Dios el mejor psicólogo?”

Lo primero que llama mi atención es que frente a problemas legales buscamos consejo de un abogado que nos ayude por ejemplo en una sucesión o un proceso de adopción, sin sentir culpa de no acudir a Jesús que es nuestro “abogado para con el Padre” (1 Jn. 2:3).  Y así podría continuar con otros ejemplos que tienen que ver con la omnipotencia de Dios y su capacidad de hacer cualquier cosa, “porque nada es imposible para Dios” (Luc. 1:37), pero su decisión de no hacer ciertas cosas como estudiar por nosotros para un examen, cargar el tanque de nuestro automóvil de combustible, u otorgarnos madurez.  Hay ciertas cosas que Dios nos concede por impartición cuando las pedimos con fe, por ejemplo, el perdón.  Sin embargo, no nos entrega por impartición, por ejemplo, madurez.  Eso lo alcanzamos con un proceso de crecimiento.  ¿Tiene Dios la capacidad de hacerlo en un segundo? Sí, pero decide en su sabiduría no hacerlo.  Así trabajó con los discípulos por años perdonándolos en un segundo, pero a largo plazo en su madurez personal, espiritual y emocional.

Continuando con las preguntas que se hacen muchos pacientes, encuentro que cuando se trata de nuestra salud física, ninguna de estas preguntas nos causa conflicto, simplemente acudimos al médico.    ¿Por qué nos preguntaríamos si ir al traumatólogo cuando nos hemos quebramos la tibia y el peroné tiene que ver con nuestra falta de fe?  Casi nos parece ridículo el razonamiento.  Los accidentes suceden a la gente de fe y a la gente sin fe.  Creyentes y ateos se encuentran en la sala de admisiones de un hospital necesitando el mismo tipo de atención y cuidados físicos.  Sin embargo, cuando tenemos quebrado el corazón o enfermamos emocionalmente ¿qué lleva a que tengamos vergüenza o culpa de consultar a un profesional de la salud emocional?  ¿Es que acaso el duelo no duele, o los traumas que cargamos en la mochila del pasado no pesan, o sentirnos perdidos para hacer funcionar la relación con alguien que amamos no ameritan buscar ayuda?  ¿Será que contraer Covid no está relacionado a que nos falte la fe sino más bien a nuestra condición humana vulnerable a los virus, y por el contrario, un desorden de ansiedad generalizada en lugar de estar relacionado a nuestra condición humana está relacionado principalmente a nuestra falta de fe?  He escuchado algunas veces fundamentación bíblica afirmando que por nada deberíamos estar “afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias.  Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6,7).  Si el problema es que nos falta oración, ruego y acción de gracias para que la paz de Dios guarde nuestros corazones, ¿por qué luego de aplicar el tratamiento bíblico recomendado que incluye oración, ruego y acción de gracias, el trastorno por ansiedad no desaparece?  ¿Será que la Biblia también puede ayudarnos a clarificar esto?

Primeramente, viene a la mente David y los Salmos.  Una colección de 150 poemas en donde la ansiedad (55:4,5), el miedo (64:1), la desesperanza (88:14), la confusión (143:4), la angustia (13:1,2), la depresión (6:6,7) y la tristeza (10:1) aparecen sin tapujos como parte del caminar del creyente.  Tal vez desde el costado de la salud mental, uno de los mensajes más poderosos de los Salmos es que muchas veces no estamos en riesgo de olvidar que somos creyentes, sino que estamos en riesgo, de olvidar que somos humanos.  Y David, Moisés y otros autores de los salmos, no tienen problema de conectar en sus poesías con su dimensión frágil y humana.  El Espíritu Santo se aseguró de que el libro más largo de la Biblia (Los Salmos), dejé claro que la dimensión humana del creyente es parte de un caminar espiritual sano.

En segundo lugar, viene a la mente Elías.  Un profeta valiente, espiritual y con una fe remarcable.  Enfrenta a todo un imperio sintiéndose solo, pero continúa fiel a Dios y Él le recuerda que hay 7.000 que están de su lado.  Un momento épico de su ministerio es su triunfo frente a 400 profetas de Baal. Inmediatamente después de este incidente se nos relata en el capítulo siguiente del libro de Reyes (1 Reyes 19), que Elías presenta algo que parece un episodio depresivo mayor.  Esto no pasa un año después, sucede inmediatamente luego del maravilloso triunfo.  Al escuchar que la reina Jezabel quiere matarlo (no 400 profetas que se presentan a pocos metros o un ejército que lo persigue, sino la reina en el palacio).  Inmediatamente Elías siente que quiere morirse, el terror lo aplasta.  Y termina huyendo.  Luego encuentra a Dios en la calma del “silbo apacible” (1 Reyes 19:11-13).  Un ángel cocina para él y duerme.  Finalmente se recupera.  Entonces, y luego de leer estos dos capítulos ¿Podríamos decir que Elías perdió la fe o que dejó de creer en el Dios que tan claramente le mostró que estaba a su lado? ¿O podríamos considerar que tal vez su humanidad, cansancio, soledad y tal vez síndrome de burn out necesitaron un tratamiento que incluía simplemente tranquilidad, una larga caminata, comida, descanso y un encuentro con Dios fuera de las demandas del ministerio público?

Un tercer y último ejemplo nos llega de la mano de Jesús, angustiado hasta la muerte en Getsemaní.  Suda gotas de sangre, les pide apoyo a sus discípulos que se duermen en lugar de acompañarlo, le pide al Padre que de ser posible no tenga que pasar por lo que se avecinaba… ¿Es que esto nos muestra la falta de espiritualidad de Jesús?  ¿Es que tal vez a Cristo le faltaba más lectura de las escrituras, o le faltaba más testificación o en todo caso intimidad con el Padre y oración para pasar por este momento de desesperación “con la paz que sobrepasa todo entendimiento (Fil. 4:7)?  ¿Es que acaso su espiritualidad no era suficiente fuerte para evitar su sensación de “angustia hasta la muerte” (Mat. 26:38)? ¿Acaso Jesús no pidió ayuda a sus amigos en ese momento en que sentía que no podía solo?  Esta experiencia de Jesús nos muestra cómo una espiritualidad sana no previene el dolor emocional, la ansiedad, el miedo, la tristeza, etc.  Una emocionalidad fuerte no elimina nuestra humanidad.  Y frente a estos desafíos, hacemos bien en pedir y buscar ayuda como Jesús.  Pues teniendo la espiritualidad más sana que alguna vez alguien tendrá en la historia de este mundo, Cristo sintió que el Padre lo desamparaba (Mar. 15:34).  Ser “manso y humilde de corazón” (Mat. 11:28-30) nos hallará el descanso, porque la humildad tiene el coraje de pedir y recibir ayuda.

Recuerda: muchas veces no estamos en riesgo de olvidar que somos creyentes, sino que estamos en riesgo, de olvidar que somos humanos, y los humanos… tienen problemas humanos.

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